Carta de Don Bosco a los jóvenes del MJS
Queridísimos jóvenes,
con esta carta quisiera acercarme a todos y a cada uno de vosotros. Quisiera comunicaros el gran afecto que siento por vosotros y deciros el sueño constante que albergo en mi corazón: que podáis ser plenamente felices, llevando dentro de vosotros toda la plenitud de la humanidad del Señor Jesús y expresando en vuestra vida una adhesión plena que testimonie los valores del Evangelio. Os escribo en un tiempo en el que se habla mucho de Nueva Evangelización.
En muchos de nuestros países Dios parece haberse convertido en un desconocido, una persona de la que se puede prescindir. Precisamente por esto, hoy, resuena más fuerte el mandamiento de Jesús: “Id y haced discípulos de todos los pueblos… Mirad que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28, 19-20). La misión que Jesús nos indica es un terreno cargado de desafíos, pero también fecundo de grandes oportunidades.
Ésta constituye un providencial anillo de conjunción entre la urgente invitación que Benedicto XVI ha dirigido a la Iglesia universal para que viva intensamente este año de la fe, y el camino que nuestra familia salesiana ha iniciado hacia el bicentenario de mi nacimiento.
Permitidme que os diga que, también entonces, los tiempos eran difíciles. Valdocco era una verdadera tierra de misión… Con todo, la viva presencia de Jesús y de María en las fatigas del servicio educativo colmaba de alegría mi corazón. De aquella tierra de misión, como todos vosotros sabéis bien, han salido muchos jóvenes misioneros para evangelizar pueblos y tierras lejanas. Jóvenes crecidos en el oratorio, que han escrito páginas de historia sublimes, que han dado su vida por la educación, la promoción humana y la evangelización de muchas generaciones de jóvenes. Esta historia de fidelidad y de generosidad, queridos jóvenes, continua hoy con vosotros y es un reto para todos. En este libro faltan las páginas que solo podéis escribir vosotros. ¡Esta es vuestra hora!
La enseñanza de Jesús resuena todavía en nuestros días con la misma fuerza: “Preocupaos no por el alimento que perece, sino por el alimento que permanece para la vida eterna” (Jn 6, 27). La pregunta formulada por los que le escuchaban, es la misma que resuena dentro de nosotros hoy: ¿Qué debemos hacer para cumplir y realizar las obras de Dios? Sabemos la respuesta de Jesús: “Esta es la obra de Dios: que creáis en Aquel que él ha mandado” (Jn 6, 29). La obra de Dios en vosotros es la de ser discípulos que acogen con amor la Palabra de Dios y en ella encuentran a Jesucristo. La vocación de todo cristiano es ser apóstoles que la transmitan alegremente. La fe, de hecho, crece en el momento en el que estamos disponibles para transmitirla a otros. ¡Vuestra vocación es evangelizar, queridos jóvenes!
Evangelizar significa poner en la masa una levadura capaz de cambiar la mentalidad y el corazón de las personas y, a través de ellas, las estructuras sociales, de tal modo que sean más conformes al diseño de Dios. No se trata de una actividad intimista; evangelizar es desencadenar una verdadera revolución social, la más profunda, la única eficaz. Para evangelizar es necesario tener un motivo: estar “enamorados” de Dios, haber hecho experiencia de su amistad y de su intimidad. En este proceso, la atención se ha de concentrar sobre todo en nuestro corazón. Exactamente allí donde se forman los pensamientos y las opciones: el corazón debe estar libre de contaminación. Esto requiere transparencia, capacidad de volver sobre sí mismos y poner con desnudez, delante del Señor, las motivaciones más verdaderas de nuestros comportamientos. La verdad de los gestos reclama la pureza de las motivaciones.
El deseo de comunicar la Buena Noticia nace de la sobreabundancia del corazón de una persona que ha sido alcanzada por Jesús: una persona profundamente integrada y unificada en torno al único amor de Dios. Se trata de un amor único porque es central; único porque tiene la precedencia sobre todos los demás afectos del corazón. El auténtico buscador y testigo de Dios es puro de corazón. Lo es también el que, por encima de cualquier otra cosa y con todas sus fuerzas, busca el Reino de Dios y su justicia. Recordando mi vida, os debo decir que desde que era joven solo le pedí al Señor una cosa: Da mihi animas! ¡Concédeme el trabajar por Ti, por la salvación de los jóvenes!
Antes, pues, de que el Evangelio ocupe vuestra mente y sea causa de vuestros cansancios, deberá ser acogido en vuestra vida y deberá ser la fuente de vuestra alegría. Jesús no confía su Evangelio a quien no le ha dado su propia vida. Solo los discípulos auténticos pueden ser apóstoles creíbles. El mundo juvenil, lo sabéis bien, es tierra de misión exigente. Salid, pues, de vuestro minúsculo, angosto y asfixiante cascarón. Entrad en el vasto mundo de Dios. Él os abre de par en par las puertas de una gran misión, para que podáis salir de vosotros mismos y encontrar grandes espacios, para que podáis caminar hacia nuevos horizontes, aquellos para los que habéis sido pensados y soñados por Dios. Estos horizontes no están necesariamente lejos de vosotros. Dios os llama, sobre todo, a traducir y a encarnar vuestra fe en lo ordinario, en la cotidianidad que, si no fuera iluminada por la luz de la resurrección, sería capaz de triturar el corazón del hombre.
Muchos jóvenes, lo sabéis muy bien, no “habitan el propio corazón”, viven “distraídamente”. Son atraídos por mil cosas; se encaminan a través de mil senderos y, sobre todo, son tiranizados y esclavizados por mil servidumbres. Habitan “en otra parte”; por todas partes, pero no en el corazón, con la consecuencia de impedir el encuentro con Dios que se realiza, sin embargo, en este lugar tan valioso, tan secreto: el corazón. En el corazón de cada persona, de hecho, existe una herida, un dolor grande que reclama ser escuchado, comprendido, sanado. Por eso Jesús tiene tanta necesidad, también hoy, de discípulos capaces de escuchar el corazón de la gente, especialmente de los jóvenes. Discípulos capaces de comprender, en medio de sus alegrías y sus miedos, una necesidad, no siempre expresada, de acercarse a él y de encontrarlo. Solo el discípulo que tiene una relación profunda con el Señor Jesús puede acoger, entre quienes lo buscan, a quien desea de verdad compartir su experiencia de Dios.
El discípulo que sigue a Jesús está llamado a facilitar el encuentro con Él de los que quieren verlo, conocerlo, amarlo. Esta es una misión delicada y maravillosa; y si no lo hacéis vosotros, queridos jóvenes. ¿quién presentará a Jesús los sueños y las necesidades de vuestros compañeros, de vuestros amigos? ¿Quién les hará ver a Jesús? Os toca a vosotros indicar a vuestros amigos que Jesús es la luz que ilumina de sentido su búsqueda, que es el camino que les conduce al corazón del Padre, que es la verdad que pone fuego en el corazón para vivir la vida con pasión. Vosotros sois el fuego de un nuevo Pentecostés, que quema y contagia a muchos de vuestros amigos. Juntos podéis luchar por la libertad allí donde falta, por la paz allí donde está amenazada, por la justicia allí donde es pisoteada, por la solidaridad allí donde es más necesaria. Vosotros podéis ser la conciencia crítica de la sociedad en la que vivís. Levantaos pues, salid del cenáculo y marchad, porque el mundo os necesita.
Pero recordad siempre que solo Cristo es capaz de curar y cicatrizar las laceraciones profundas y sufrientes del corazón de los jóvenes. Así que, para que este encuentro resulte fecundo, se tiene que aceptar hacer un particular camino: es necesario pasar de la admiración al conocimiento, y del conocimiento a la intimidad; de la intimidad al enamoramiento; del enamoramiento al seguimiento y a la imitación.
El encuentro inicial se transforma, finalmente, en un verdadero encuentro cuando Jesús “se deja ver” y su Palabra desnuda el corazón del hombre liberándolo de percepciones enmascaradas y falseadas de Dios, de una visión incorrecta de sí mismos, de los demás, de los acontecimientos. Y es esto lo que les pasó a los discípulos de Emaús (Lc 24, 13-35). Caminaban con el rostro triste y el corazón decepcionado porque habían vivido junto a Jesús y la convivencia había despertado en ellos las mejores esperanzas. En cambio, su muerte en cruz había sepultado todas las expectativas y su fe. A lo largo del camino, Jesús se hace compañero de viaje compartiendo tristezas y amarguras y, al mismo tiempo, desvelándoles el sentido de lo sucedido releyendo con ellos la Escritura. Acomoda su paso a una paciente y sufrida búsqueda, abriéndoles gradualmente los ojos de su mente y de su corazón a la inteligencia de su misterio, de la historia y del mundo. Su búsqueda es sincera, pero sus ojos para contemplar el Resucitado solo se abren cuando Él repite el gesto que mejor lo identifica: “partir el pan”. Tal descubrimiento es fruto de su búsqueda, pero habría sido imposible sin la explicación de la escritura y el haberles ofrecido un signo por parte de Jesús. Sobre todo es un don: ellos “lo reconocieron” porque Jesús “se hizo reconocer”. El reconocer a Jesús en el invitado es el momento culminante del encuentro, pero no es el último. Hay un paso posterior que manifiesta la fecundidad del encuentro personal con Jesús, el que les lleva de la comunión a la misión, de la experiencia personal – “nos ardía el corazón” – al testimonio – “volvieron a Jerusalén donde encontraron a los Once reunidos”. Los discípulos vuelven al lugar donde se desarrollaba habitualmente sus vidas, pero con ojos nuevos y un corazón renovado.
Tampoco vosotros, mis queridos jóvenes, podéis vivir vuestra de fe de forma solitaria. Nuestra salvación está fuera de nosotros mismos; no la encontramos en la ciencia o en la economía o en la política, sino solo en Jesucristo muerto y resucitado por nosotros. Volved, pues, con ojos nuevos y corazón nuevo al lugar donde Jesús, hoy, se hace presente y habita: la Iglesia. Encontrad a la comunidad de los creyentes, los que confiesan a Jesús como su Señor, la familia de sus discípulos, de los que comparten con Él la vida y la misión. Queridos jóvenes, puede que muchas cosas de la Iglesia – en el contexto humano – os decepcionen. Puede incluso darse que os sintáis incomprendidos, no tomados en serio. Es verdad; la Iglesia a veces nos decepciona, a veces nos turba, pero siempre nos fascina, porque es una realidad cuyos confines pasan por dentro de nosotros, porque es el abrazo de una madre a cada uno, el lugar visible de nuestra identidad, la zona de encuentro con el Dios de Jesucristo y con los hombres, a los que sentimos como nuestros hermanos y hermanas. Escuchad, pues, las palabras de un padre que ha sufrido, pero ha amado siempre a la Iglesia: no, queridos jóvenes; ¡no os separéis de la Iglesia! Ninguna realidad es tan rica de esperanza, de compasión, de amor. La Iglesia no envejece jamás: su juventud es eterna. Es la continuación, la prolongación, la presencia actual de Cristo; el lugar donde Él dispensa la gracia, le verdad y la vida en el Espíritu. Os parte el pan de la Palabra y os ofrece los valiosos dones de los sacramentos, en especial la reconciliación y la Eucaristía. Sin la experiencia que se vive en ellos, el conocimiento de Jesús resulta inadecuado y escaso. Ellos son la memoria verdadera de Jesús: de lo que Él cumplió y obra hoy todavía por nosotros, de lo que significa para nuestra vida. En la Reconciliación experimentamos la bondad de Dios que es el manantial de nuestra libertad interior y reconstruye y perfecciona el tejido de nuestra vida: se abren los ojos a una nueva creación y vemos lo que podemos llegar a ser según el proyecto y el anhelo de Dios. Es el sacramento de nuestro futuro, mucho más que del de nuestro pasado de pecadores. En la Eucaristía, que la comunidad cristiana celebra cada día, se prepara una doble mesa, donde el creyente reafirma la propia vida y se nutre del Único Señor que es Palabra y Cuerpo partido. En la Escritura y en la Eucaristía, la Iglesia reconoce, acoge y asimila el Cuerpo del Señor y se edifica ella misma como tal.
A estos dones que se os ofrecen como gracia en la Iglesia hay que unir una actitud constante de contemplación y de oración. La contemplación, que se hace oración, es permanecer abiertos a toda la plenitud que el Padre quiere infundir en vuestros corazones, a través de su Espíritu Santo. Para vosotros hoy, evangelizadores y educadores de los jóvenes del tercer milenio, la Palabra proclamada y compartida, contemplada en la oración, es indispensable para crecer en la fe. Fe que ha de hacerse escucha del grito de los pobres, de los abandonados, de los excluidos, y traducirse en gestos de caridad concreta que hagan visible a Dios, a su Amor.
En este amor, recibido gratuitamente, es donde se fundamenta la urgencia de evangelizar. Solo de un gran amor puede brotar una gran pasión por la salvación de los demás y la alegría de compartir la plenitud de una vida enraizada en Jesús. El que ha encontrado al Señor no puede quedarse en silencio. Lo debe proclamar. Quedarse callados significaría matarlo una segunda vez. Id pues, queridos jóvenes discípulos de Cristo, y mostrad al mundo que la fe lleva a una felicidad y a una alegría verdaderas, plenas, duraderas.
En el Bicentenario de mi nacimiento, quiero renacer con vosotros para continuar haciendo de los jóvenes la razón de mi vida, la valiosa heredad que me ha tocado en suerte, mi misión. Con vosotros quiero amarlos con el mismo amor que podemos experimentar en el corazón del Buen Pastor. Esto es posible, incluso si las condiciones sociales y culturales han cambiado. Como es mi costumbre, no utilizaré formas abstractas, teóricas o ideológicas; sino que acudiré a la pedagogía de la bondad que pone la educación en un incesante proceso de adaptación, de conversión humana, espiritual, pastoral, sabiendo acoger todos los cambios pero llevándolos hasta las razones más verdaderas y profundas del crecimiento humano y de la maduración cristiana. Estoy cada vez más convencido de que la educación es una cosa del corazón, o mejor, que el corazón debe ser educado, porque en el amor se juegan la vida los jóvenes.
En el año de la fe, quiero estar con vosotros en esta estupenda misión que implica a toda la Iglesia. A cada uno de vosotros os digo las mismas palabras que repetí a mis jóvenes de Valdocco: “Uno solo es mi deseo: veros felices en el tiempo y en la eternidad”. Para que seáis felices y la Buena Noticia de la salvación sea acogida por todos, buscad el haceros amar. Para que tú, joven creyente y misionero de Cristo puedas ser feliz, considerado creíble y con autoridad, ¡Busca hacerte amar! Juntos, para los jóvenes, seremos humildes y valientes anunciadores del Evangelio, por la fe y con amor. Así os sueño, queridos amigos: “jóvenes para los jóvenes”, compañeros de Jesús y testigos suyos, llenos de entusiasmo por todo lo que es la vida, pero profundamente enraizados en la vida del Señor Jesús.
Confío con todo mi corazón estas palabras, como don del Bicentenario, a María, la Madre de Jesús. A Ella, que “ha creído que las palabras del Señor se cumplirían” (Lc 1, 45), y se ha entregado a sí misma a Dios, por amor al Hijo y a los hijos. María, inspiradora y sostenedora de nuestra Familia, despierte el corazón filial que duerme en cada hombre, el hombre nuevo, el pueblo nuevo, la Iglesia. Queridos jóvenes, María Inmaculada Auxiliadora os dé el sentido vivo de Cristo, un gran amor apostólico para comunicar las riquezas de su ministerio, la inteligencia creativa y la competencia pedagógica para educar a vuestros amigos en la fe de Cristo. Este será, para vosotros, el modo de responder a los desafíos de la Nueva Evangelización. María, la Madre de Jesús, nuestra querida Madre, interceda para que nuestro testimonio de creyentes y educadores sea siempre creíble.
Os bendigo, os doy cita para la Jornada Mundial de la Juventud en Río de Janeiro, a mitad de julio; y os saludo abrazándoos a todos con el afecto de padre, de hermano y de amigo.
Valdocco, 31 Enero 2013